Se trata de "Lluvia de naranjas", el cuento de la marplatense Belén Cano que forma parte de la antología "Ellas no fueron contadas" y que se puede leer en esta nota.
El relato de la periodista marplatense Belén Cano “Lluvia de naranjas“, sobre la historia de vida, de lucha, de construcción de comunidad de Adriana Merelas forma parte de “Ellas no fueron contadas“. El volumen recopila los relatos ganadores del concurso literario realizado por el Ministerio en el marco del Bicentenario de la provincia de Buenos Aires, que convocó a plasmar historias de vida de mujeres y LGTBI+ que dejaron huella en la provincia.
“En 2009, en Mar del Plata se dio una lucha por la vivienda digna. Vecinas y vecinos del barrio Pueyrredón que se organizaron y se hicieron llamar ‘Los sin techo’, estaban cansadas y cansados de vivir con el agua a la rodilla cada vez que llovía. Tomaron un predio, sufrieron un violento desalojo y conquistaron luego la entrega de tierras, donde construyeron sus viviendas, y edificaron también sentido de comunidad”, contó Belén.
Y sobre su inspiración y motivación para contar esta historia ahondó: “quién desde un primer momento se erigió como líder de la organización fue Adriana Merelas, mujer todoterreno y madre de seis hijos y cuatro hijas. Su historia fue parte de las crónicas de los diarios y los canales de televisión del momento. Para que no quede anclada en ese pasado cercano, para que la figura de Adriana pueda ser valorada en su singularidad y enlazada con sus vecinas, como motor fundamental de esta lucha, es que la elegí para este ‘Ellas no fueron contadas‘”.
Este relato cuenta con una ilustración, realizada especialmente, por la diseñadora textil Penélope Chauvie de 31 años. Penélope nació en Bahía Blanca donde vivió hasta que fue a estudiar estudiar a Buenos Aires.
Hace cinco años que vive en La Plata y siete que realiza talleres y cursos de ilustración, trabaja para medios gráficos dibujando notas y portadas, escribe e ilustra cuentos infantiles, ilustraciones aplicadas a productos y a imagen de marca, además de realizar obras ilustradas a pedido.
A continuación, el cuento de Belén Cano:
Lluvia de naranjas
Lo recuerda como el invierno más frío. Las lluvias en el barrio Pueyrredon eran sinónimo de arroyo desbordado y agua y mierda hasta las rodillas. Colchones, ropa y zapatillas, algún que otro mueble: se perdía todo lo poco que había. Era una noche cerrada y el viento marplatense tornaba todo más tedioso a cada paso. Otra crecida del arroyo Las Chacras, que pasaba a metro y medio de sus casas, ponía a Adriana y a sus vecinas en plan de salvaguardarse.
Levantaban lo que podían, mientras sus hijos e hijas despertaban con el chapoteo de sus pasos desesperados. Esa noche fue en busca de un niño de once años que ya acarreaba problemas de salud y no reaccionaba por el nivel de congelamiento que tenía su cuerpo. Lo llevaron hasta el hospital, pero murió. Y podría haberse evitado.
Adriana rezó para poder ingresar al predio sin complicaciones.
Los ojos cerrados y la intención al cielo. Apretones de manos, sonrisas tensas y respiraciones aceleradas. Eran los instantes previos a la toma. Hubo tiempo para reunirse en su casa y pedir, más allá de los credos, que todo saliera según lo planificado en tantas horas de reuniones. Algunos otros compañeros esperaban afuera, su Dios estaba depositado en la organización, que ya insinuaba un cuerpo propio.
La adrenalina de la mañana del 15 de enero de 2009 la obligaba a prender un cigarrillo atrás de otro. Los paquetes de Phillip Morris duraban apenas unas horas. La santiagueña que no es –porque así lo dice su documento, pero Adriana nació en San Justo-, la mamá de seis hijos y cuatro hijas, la mujer que empezó a hacer por el otro y la otra desde su adolescencia, la obrera del pescado explotada por patrones inescrupulosos y un Estado que nunca metió sus narices en la precarización de las plantas clandestinas, era la voz más escuchada en el barrio Pueyrredon.
El plan era tan osado como urgente: tomar un predio de viviendas cuya construcción había quedado trunca desde hacía casi dos años.
Adriana, sus vecinas Gladys, Mónica, Marta, Estela, y otras familias con quienes se encontraban en la desgracia de las inundaciones crónicas, habían pedido a la Municipalidad que se limpie el arroyo Las Chacras. En su mal cauce y poca profundidad estaba la razón por la que tenían que caminar noches enteras con agua dentro de sus casas, muertas de frío, con cuatro-cinco-siete niños y niñas que abrigar. La sordera del Gobierno de turno las llevó a pensar nuevas formas de pedir vivir dignamente, “como seres humanos”, decían entonces.
Adriana confiaba en quienes estaban a su lado, en sus compañeros y compañeras.
Y espalda con espalda se movía con sus vecinas. No hubo diferencia que las distancie; se sabían incondicionales. Compartían barrio desde hacía más de 20 años y fueron la base de la construcción que se consolidó en el Pueyrredon. Madres solteras de hijas e hijos varios, paraban la olla en conjunto: una ponía las papas, estaba quien llevaba el aceite, la otra algunas alitas de pollo para enriquecer el guiso. Gladys le ponía magia a la vida; metía baile cada vez que encontraba la oportunidad.
Hubo un primer ensayo de rebelión. En la Semana Santa del 2008, mientras turistas y marplatenses con licencia disfrutaban las rabas y cornalitos que se fríen frescos en el puerto, se gestó la primera acción del grupo de vecinas y vecinos del Pueyrredon. Sólo duró una noche. Adriana entonces trabajaba como envasadora en una planta de pescado. La precariedad laboral la condenaba a su casita del barrio Pueyrredon. Las paredes sin revocar filtraban el frío del invierno. La mayoría de los niños del barrio sufrían EPOC, pero no había posibilidad de nebulizaciones sin nebulizador. Y las inundaciones no sólo estropeaban lo poco que se podía reunir, sino que empeoraban los cuadros de salud. Sólo se llevaron promesas que nunca se cumplieron, porque las viviendas se daban a cuenta gotas y dividían familias por distintos barrios. Pero lo que pudo leerse de reojo como una derrota, significó más organización. A Adriana la escuchaban.
Ella aprendió de leyes y derechos, y las asambleas eran cajas de resonancia. Cigarrillo en mano y cartera bandolera cruzada sobre el pecho, ella hablaba, y destilaba alegría y contagiaba coraje.
El 15 de enero de 2009 la confianza estaba afianzada. El predio que estaba en la mira ahora duplicaba la cantidad de viviendas truncas tomadas en primera instancia, que eran parte del Plan Federal que de digno, sólo tenía el nombre.
No tardó en llegar la policía de la provincia de Buenos Aires.
El calor agobiaba a cualquiera y hacía transpirar los borcegos de los uniformados que armaron un cordón humano sobre un alambrado para impedir que nadie ni nada entre. Adriana llevó el pedido lógico: que dejen ingresar agua y alimentos. En la toma había personas mayores, niños y niñas, y mujeres embarazadas.
Sin embargo, la negativa ante la petición fue definitiva. Los rayos del sol del mediodía iban a dejar quemaduras de tercer grado a más de uno y una: se vivía en Mar del Plata el verano más caluroso de los últimos 50 años. Del otro lado del cerco empezaron a volar naranjas: un grupo de personas que acudieron a apoyar la toma había llevado frutas para calmar la sed y el hambre.
Adriana y los suyos, que ya se hacían llamar “Los sin techo”, no aguantaban más vivir como vivían. Y el predio elegido no era un predio cualquiera: estaba arriba de una loma, ningún desborde los alcanzaría.
En medio de las negociaciones que se extendieron por tres meses, el Gobierno ofertó limpiar el arroyo y darle más profundidad. Aquello que venía siendo negado porque sí. Pero era tarde. La ilusión de tener un techo que no se llueva, pozos ciegos que no desborden con cada lluvia; la necesidad de no sentir más la humedad que penetra todo y tal vez habitaciones para que no tenga que dormir toda la familia en la misma pieza, no tenía marcha atrás.
El comisario de prolijo bigote negro gritaba para hacer oír su voz a través del megáfono. Poco lo escuchaban a apenas dos metros, donde un cordón humano, triple o cuádruple, entrelazado, resistía la orden de desalojo que la fiscal ya había rubricado.
– ¡No pasarán, no pasarán!, era el grito de guerra.
– “…ordenar que el predio sea desalojado por parte los actuales ocupantes”, leía enfático el policía.
Las garantías que había dictaminado al detalle el juez nunca se cumplieron. Los y las policías que fueron llevados hasta allí triplicaban en número a los vecinos y vecinas que resistían y que fueron acompañados por decenas de organizaciones de la ciudad, del mundo de la política, el sindicalismo, la cultura. Se dio una comunión pocas veces vista.
Adriana había ido junto al abogado a hablar con la fiscal y la funcionaria enviada por el jefe comunal, que se fueron del lugar apenas empezaron a sonar los balazos de goma que ametrallaron los cuerpos alimentados en ollas populares. Por dentro no entendía lo irracional del número de efectivos que ocupaban cuadras enteras en el barrio El Martillo, linderas al predio tomado. Ella misma desconocía su rostro. La rabia era incontenible y se contagiaba también. Cuando entendió que las autoridades habían cortado el diálogo, dio medio vuelta y se fue con los suyos. La valla humana se abrió y le dio paso. El comisario –el mismo que hacía unos pocos meses había ordenado pasar por arriba con un colectivo a trabajadores de un peladero de pollos sentados en el piso- ya empezaba a gozar la lectura de la orden de desalojo. Ella corría para hablar con cada uno de sus compañeros y sus compañeras, que eran familia en muchos casos.
– Ya está. ¡Ahora tenemos que poner todo!, les decía.
El desenlace fue la represión salvaje. En el aire se respiraba gas lacrimógeno. Los gritos y los llantos; puteadas y desconcierto; el sonido de las armas disparando balas de goma y balas de plomo. Los casquillos quedaron pisoteados en el pasto en medio de las corridas.
El desenfreno policial no se contentó con la gente fuera del predio de viviendas. Los siguió cuadras a la redonda, mientras los propios vecinos de barrios linderos daban cobijo a quienes no se resignaban a vivir con techos de Pelopincho.
Cuando empezaron las primeras detenciones, los uniformados comenzaron a avanzar a fuerza de balazos de goma, gases, bastonazos y patadas. Los vecinos tiraron piedras y corrieron.
Los siguieron incluso fuera del predio con policías a caballo. Los que iban a pie entraron a las viviendas ocupadas durante 3 meses, rompieron paquetes de fideos y de arroz, y los mearon. Robaron lo que entendían de valor.
Adriana también corrió. Detrás suyo vio cómo una joven, que participaba de la red de apoyo a la toma, fue arrastrada de los pelos por un oficial de la Montada; y cómo dos compañeros la rescataban debajo del caballo. Corrió lo más rápido que sus piernas la llevaron. Se topó con el Polaco y el Cordobés, dos ex compañeros de la lucha por trabajo digno en el puerto, que se habían solidarizado ante la inminente represión. La llevaron para el lado del Pueyrredón, a contra marcha de una persecución ya cinematográfica.
Las siguientes horas fueron terribles para Adriana. Sentía que su alma se había destrozado ante tamaña injusticia. Eran familias que vivían en la más absoluta precariedad, pedían que se limpiara y ampliara el arroyo que cruzaba el barrio porque cualquier lluviecita lo desbordaba y el agua la tenían dentro de sus viviendas. La Municipalidad nunca lo hizo, y la toma de viviendas tenía el mensaje claro de la necesidad -que supieron luego era un derecho- de una vivienda con paredes revocadas, que no se inunde, un techo que no se llueva, algunos metros más. “Una vivienda digna”, repetían. La respuesta fue ver a su hija mayor con el cuerpo lleno de balazos de goma.
Lo que siguió fueron tiempos de conversaciones; más articulaciones para la lucha; reuniones sin salidas; muestras de solidaridad que desbordaban la habitación donde se guardaban alimentos, colchones y ropas; marchas a las puertas de la Comuna.
Pasaron unos tres meses hasta que el Concejo Deliberante cedió finalmente las tierras fiscales para la construcción de las viviendas. Fueron aplausos en el recinto y fue la conquista de la tierra, que abriría espacio al trabajo cooperativo y la vivienda social. Así lo entiende Adriana.
La mirada la tenía –y la tiene- puesta más allá de la casa propia. “No alcanza con una cama calentita”, les dice a sus compañeros y compañeras en las asambleas, donde se analizan propuestas y se comparten los miedos. Cuando aprendió que el techo es un derecho, le quiso contar las buenas nuevas a cada uno de los vecinos de cualquier barrio. Mientras haya gente sin techo, sostiene, el disfrute sabe a poco. Y además analiza -mientras larga el humo de una pitada profunda- que acceder a tierras deshabitadas y construir sus propias viviendas generaría un sentido de comunidad, que entrelazaría la totalidad de esas construcciones aisladas.
La identidad había que dársela con un nombre propio.
La asamblea donde se debatió cómo llamar al barrio tuvo sus adherentes al nombre “Lluvia de naranjas” en alusión a aquella gesta solidaria para aplacar la sed, pero terminó imponiéndose “15 de enero”.
“El 15” creció con una plaza, el potrero y un comedor. Lo que no estaba en la planificación era el semillero de pibas y pibes que entendieron desde pequeños que la lucha es colectiva.
Una tarde de toma casi una decena de pibitxs de seis, siete u ocho años irrumpieron con los bombos de la organización: se habían organizado para pedir una canchita para jugar al fútbol.
Se ganó también la urbanización del barrio, la pavimentación donde las calles eran de tierra y de barro, dependiendo de la gracia de lluvia; se impuso el tendido de cables de luz, la sorpresa de un depósito de baño y la posibilidad de tener gas natural al abrir la perilla del horno.
Tenían las tierras, había que construir las viviendas. Ellas no se iban a quedar al margen y por primera vez diez mujeres se unieron a cooperativas de construcción. Ellas eran cabeza de familia, no había un por qué no podían cargar carretillas de arena o subirse a los techos y medir machimbres.
Si algo tenían en claro los y las sin techo es que los desafíos y las trabas burocráticas se resolvían con acciones. Docentes y profesionales de distintas ramas apoyaron desde lo técnico. La Comuna aducía que no estaban censados, e hicieron un conteo de las necesidades habitaciones. No había pozos ciegos y los cavaron.
No sabían de construcción, pero levantaron las paredes de sus casas. Y las de muchas familias, porque lograron ser cooperativa, tener un salario y garantizar otros techos.
Los achaques del cuerpo pidieron a Adriana otro ritmo para caminar. Y en escena ya asomaban sus hijas e hijos, y los de sus vecinas. Cintia, Paco, Darío usan desde hace años la casaca del MTE, el Movimiento de Trabajadores Excluídos.
Adriana sigue pasándola mal con la presión que se dispara y entonces debe aumentar la dosis de su medicación para hacer la cuarentena más amable. Los días no tenían horario fijo para ir a atender el kiosco de una vecina donde trabajaba cada día, pero luego el virus tocó cerca y el encierro se volvió estricto. “Estamos acostumbrados a ser libres”, lo contraataca.
“Con palabras podemos construir castillos en el aire; el ejemplo hay que darlo todos los días, en lo cotidiano”, reflexiona once años después. Le tocó vivir aquello que el patriarcado impone y las compañeras derrotan en la diaria: la voz de una mujer se subestima y después se escucha.
Su apuesta fue por la colectiva, porque así entendía la vida la jovencita de 13 años que se escapaba de su casa para ir a repartir leche y ayudar a enfermeras en el dispensario de salud de una villa porteña, hasta que la dictadura militar lo tiró abajo. “Con el individualismo no se llega a ningún lado”, les dijo siempre a sus hijes. A la primera la llevó en brazos con tres meses, cuando a los 16 años decidió probar suerte en Mar del Plata, y no se fue más.
Nunca más volvió a ver los videos de la tarde de represión y corridas. Le cuesta poner palabras a la travesía que vivieron las y los sin techo, que ahora escuchan la lluvia golpear contra sus techos de chapa. Adriana carga de azúcar su mate. El cenicero está repleto de colillas machucadas y cenizas de toda la escala de grises. El silencio, sabe, alimenta burócratas y desentendidos.
Su grito de mujer trabajadora, de mamá todoterreno, de compañera de las complicidades, fue el grito colectivo; y al revés también. El triunfo tiene forma de hogar y nombre de mujer, vivienda digna.